domingo, 30 de agosto de 2009

Blanco

Descansa la vista mirando fijo un punto blanco, en la alguna parte de la pared blanca de su cuarto. Objetivo y periferia son igualmente claros, convirtiendo al todo en un universo único y deshabitado.

Tararea una canción poco conocida de la que ni él recuerda al autor y por primera vez se siente libre al pensar en si le gusta o no. Decide que no. Después recuerda quién la canta y se lamenta de su juicio.

La melodía sobre el blanco suena desafinada y el blanco sobre la melodía pierde brillo. El señor de pelo largo que la canta parece desconcertado y mira al público. Nadie parece muy animado. Continúa dubitativo y poco preciso, empeorando notablemente la situación.

Los minutos que le siguen no logran cambiar el rumbo de su fracaso. Suda estrepitosamente y olvida varias estrofas que termina tarareando. Se siente débil y desconfía de su futuro más próximo. Hay varios motivos que le hacen sospechar un final escandaloso, quizás un desmayo en escena o un llanto súbito e indomable. Puede distinguir entre los espectadores los comentarios poco felices que se murmuran. Más fácil le resulta distinguir a los que se paran indignados y recogen sus abrigos para abandonar la sala ponndoselos a la carrera. Una señora de la segunda fila arroja algo violentamente hacia él, que por puro reflejo esquiva, y lo oye estallar en la pared a sus espaldas. Intrigado, mira de reojo la pared blanca y el piso blanco para reconocer el proyectil. Y grande es su sorpresa al encontrar el escenario completamente vacío, tímidamente atravesado por el cable de su guitarra.

Se le cansa la vista de la blancura del blanco. La desvía a la pared de ladrillo que tantas veces piensa en pintar y que tantas veces olvida simplemente volviendo al lado blanco de su cuarto.

Continúa tarareando la canción del autor poco conocido y ya no le importa el que no le guste. La melodía es evidentemente pegadiza y no piensa resistirse a su buen ritmo.

La melodía y el ladrillo parecen ser la misma cosa. El señor de pelo largo mejora su postura y se esfuerza en corregir la afinación. Su barba descuidada sobre el fondo de ladrillo resalta su bohemia, las letras se desprenden de ella. Cada tanto olvida un verso, pero lo silba con igual gracia. El público se relaja y vuelve a confiar en su anfitrión. La señora se disculpa con una mirada y le tira un beso apasionado desde su butaca.

El tema va llegando a su fin y no hay nada que no sea natural en aquella sala. Eufórico y en pleno estribillo se para y camina por todo el salón colgando de su guitarra. Hay gente que se asoma desde el pasillo del teatro y que busca uno de los asientos abandonados en la crisis. El pelilargo suelta bruscamente la viola y se frota los ojos por un ardor incomprensible. El silencio es también parte del escozor. Pero esta vez el público no perdona y abandona la sala en una tácita decisión unánime. Mientras tanto el señor de la guitarra reabre con dificultad uno de sus ojos y lo descubre posado nuevamente en algún punto de la pared blanca, pero esta vez surcada por una enorme lágrima de lado a lado.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Orden

Pensemos. Lleguemos a un acuerdo y llamémosle Verdad. Establezcamos un orden. Apliquémoslo con rigor. Soltemos a nuestros soldados. Reprimamos. Con violencia, si fuera necesario. Gritemos desde un balcón. Pura demagogia, una tras otra, hasta alcanzar la unanimidad.
Seamos fríos. Es más fácil, más práctico. Lloremos de emoción y no de tristeza. El Ejército no lo permite. Pongamos un objetivo y no lo alcancemos nunca. Corramos hacia a él.
Consigamos una novia y acostémosnos con ella. Digamos cosas lindas en su oído y durmamos. No nos dejemos pensar, ¿o acaso nos gusta el peligro?
Lleguemos a amarla y planeemos la Revolución. Sobornemos uno a uno a los oficiales. Dejémosla crecer. Armémosnos y tomemos su cuartel. Asesinemos al General. Colguemos su cabeza en la plaza.
Vivamos el Caos y pongámoslo en un altar. Empecemos a conocer sus limitaciones, a recordarlas. Mirémosnos con vergüenza y no digamos nada. Sepamos que algo vuelve. Mejor no lo nombremos. Levantémosnos en armas y gritemos. Demos otro Golpe. Llamémosle Verdad.

martes, 11 de agosto de 2009

Un cuerpo cayó

Descansar no pareció una excusa suficiente para detenerme a un lado del camino. Pensé en un accionar sin sentido, en un capricho atribuible a la razón, que comprobaba con malicia los límites de su alcance. Alcé la vista, pasé por alto la sinuosidad del camino y registré entre algunos cerros, mi último destino.
Divisé primero la aldea y sostuve la mirada por un tiempo. Pronto mis pupilas se acostumbraron al sol y a la bruma. Pude ver las calles de la entrada, las casas de barro y gente de espíritu grave.
Me adelanté a vivir con ellos. Supe escucharlos en silencio. Aprendí sus rezos y sus plegarias, acudí a sus ritos con respeto. Conseguí mi tierra y construí su techo. Trabajé con ellos, descansé a solas y me enamoré en secreto.
Enfermé de viejo, con la piel rajada. Esperé sentado y miré cuesta abajo las curvas del regreso. Avisté entre los cerros aquel punto en el camino y sostuve la mirada por un tiempo. Pronto mis pupilas se acostumbraron al sol y a la bruma.
Un cuerpo cayó. Primero en sus rodillas, después sobre la palma pálida de sus manos, y por último, en la orilla izquierda del camino.

martes, 4 de agosto de 2009

Los colorados

El hombre despierta, lo despiertan la saliva sobre su almohada y un despertador de fondo. Les dedica un gesto de desagrado, casi de desprecio. Se limpia con la sábana y se para, angustiado, como cada vez que debe dejar la cama para ir a trabajar. Le gusta su oficio, pero más le gusta dormir hasta tarde. Se tambalea para llegar hasta el baño, donde casi de memoria emboca la mayor parte de su orina en el inodoro y sostiene la pared. Gira hasta el lavatorio y se lava la cara, luchando por mantener los ojos abiertos. El agua se solidariza con su esfuerzo y, en un conmovedor trabajo de equipo, logran esa cotidiana victoria. Se mira en el espejo y se apoya cansado en el lavatorio. Se observa y se deprime al descubrir que debe afeitarse. Está por comenzar la labor cuando descubre algo verdaderamente inquietante en su barba: un pelo colorado, al parecer orgulloso de ser diferente, porque mide casi el doble que cualquier pelo negro ordinario y los mira con soberbia desde arriba. O mejor dicho desde abajo, porque sale justo del medio de la pera. Se alarma inevitablemente. Intenta relajarse, quizás sea el reflejo de la luz. Pero no; ese pelo es colorado por donde se lo mire.

De haber estado más despabilado hubiera detenido su tarea e improvisado algún argumento para explicar la presencia de aquel colorido inquilino. Se limita a afeitarlo y se promete no preocuparse, esperar, y ver si vuelve.

Mañana siguiente. Suena el despertador y se sobresalta. No durmió mucho. El asunto del colorado lo tiene realmente preocupado. También hoy hay saliva sobre su almohada. Se tambalea con decisión hasta el baño y se para sin preámbulos frente al espejo, pero no puede ver por la minúscula rendija de sus ojos. Se lava la cara. Por fin se acaba el misterio: no tiene un pelo rojo, sino dos, uno al lado del otro, ridículamente dispuestos. No sabe qué hacer. Desespera. Llama a su oficina y dice que llegará más tarde. Se cambia, no desayuna y va directo al médico.

Quien lo atiende es de su confianza, lo visita con frecuencia, y el que sea un hombre de ciencia lo llena de tranquilidad. Se dan la mano y antes de que el doctor pregunte nada, el hombre le explica en tono de urgencia su problema. El médico lo mira, le levanta el mentón, piensa, se cruza de brazos. El diagnóstico se hace esperar. No llega nunca. Por primera vez en años ese hombre diplomado no tiene una respuesta. Intenta tranquilizarlo, grave no es. Tal vez tengas algún pariente pelirrojo, interroga. No, doctor, todos morochos desde hace varias generaciones. Qué curioso, exclama sin mucho entusiasmo el de blanco.

Camina desconfiado hacia el trabajo, no le gusta su nueva apariencia y teme despiadadas risas. Pasa por una puerta con espejo y gira bruscamente su rostro, eludiéndolo, evitando a esos dos nuevos acompañantes que sin duda tienen algo de siniestro. Llega a su oficina y se escabulle entre los pasillos. En medio de potenciales risas burlonas, saluda tímidamente a sus compañeros, finge un atareado apuro. Llega agitado a su escritorio y cierra con violencia la puerta. Intenta distraerse organizando unas carpetas, realizando unos cálculos en la computadora. No lo consigue. Se recuesta sobre su silla y reflexiona. Siempre había mirado con cierto desprecio a los pelirrojos...tal vez esto fuese un castigo. Sonrió al darse cuenta de lo absurdo de su pensamiento, pero la seriedad volvió de inmediato junto al recuerdo de los colorados.

Una semana más tarde, su barba era completamente pelirroja y su cabello seguía el mismo camino. Ya no iba a trabajar, pasaba las horas engordando de imágenes frente a la televisión. ¿Cómo podía salir a la calle si ya era casi un pelirrojo? ¿Y para qué iba a salir?, pensó, si su único problema no tenía solución, yacía triste y olvidado a un costado de la ciencia.