miércoles, 8 de septiembre de 2010

Viejo verde

Había un termo. Que era distinto a los demás, por lo viejo y porque era verde. Un termo que no te silbaba si lo dejabas mal cerrado y que se hizo amigo cebando litros y más litros de mate. Nunca quiso llevar café con leche azucarado o jugo para un pic nic; y nunca lo obligamos.
Pero resulta que un día las cosas están arriba de una mesita plegable, que un tornillo se cansa de sostener y que no hay cosa apoyada que se salve. Eso pasa por tenerla siempre desplegada, me dicen algunos. Y puede que sea cierto, el tornillo contaba con recesos que no supe darle.
Igual el mundo sigue, y si uno no toma mate es fija que empiezan los problemas. Así que nos vamos de compras, unos billetes que valen casi tanto como los del juego de la vida y yo.
No puedo evitar sentir la traición. Un asesinato, una bolsa de plástico, un reemplazo. La sospecha entendible del barrio que susurra a medida que avanzo. Ni siquiera hacia un negocio acogedor, con dueños de edades incalculables. Voy al súper, a llevar lo que me quieran vender en otra bolsa de plástico, a intercambiar palabras apáticas con una cajera caracúlica.
Elijo el termo más feo, porque no creo en el olvido. El más barato, con la ilusión de que una sustancia tóxica se desprenda de su interior a cada mate y termine por hacer justicia.
Tiene Discoplús?
La tengo en el bolsillo, pero me niego a sacar provecho de la desgracia. No soy Crónica TV, aunque me agrada que digan cuántos días faltan para la primavera.
No, no tengo.
Rechazo la bolsa de nylon que me brinda la cajera con cartel de Carolina y me acuerdo de que en un momento las habían prohibido.
El ticket me avisa que hubiera sumado 10 puntos por la compra y me agradece por elegirlos. Yo me siento un inmundo, pero saludo cortésmente.
Cuando estoy de nuevo en casa me doy cuenta que es el primer termo que estreno y no estoy muy seguro acerca del protocolo de iniciación. Me pregunto si habrá que curarlo.
Lo enjuago con agua de la canilla en un rapto de lucidez, orgulloso de tan magnífica idea. El líquido entra transaparente y sale transparente y asumo que el asunto está concluido.
Todo tan rápido, sin trámites administrativos ni gastos de sepelio, que empiezo a dudar de mi tristeza. Me pregunto si seré tan cretino de olvidarlo con el primer mate y me presiento capaz de hacerlo.
Decido lo que creo más correcto y pongo manos a la obra.
Voy hasta el patio y recojo la bolsa negra que contiene al difunto. Lo saco, llevo las tres piezas que lo componen hasta la mesada y lo pongo de cara al nuevo para que mire.
En un horrible frenesí de muerte preparo un jugo de pera y sandía, del que es en polvo, con agua natural y una hielera entera. Lo revuelvo en el interior del recién comprado y cuando los cubos se han achicado lo suficiente lo tapo, a rosca, como a cualquier otro.
Los dejo uno enfrente del otro y me siento a observarlos con oscura satisfacción, sabiendo que un termo que alguna vez cargó jugo no podrá borrar la memoria de otro que no. Lo sé yo; lo sabe mi antiguo compañero; lo sabe el maldito mundo entero.
Por qué te fuiste, termo verde? Digo y le entrego una mirada sincera.
Por qué? Agrego sobre al final, mientras sirvo el horrible brebaje que me comprometo a terminar.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Inescrutable

El flan perfecto pierde el Norte por lo poco letrado, y por lo inexperto, en los asuntos del corazón.

Lo intenta. Busca por los pasillos de su alma un reguero de verdades. Pero las confunde con venas azules que terminan en viscosos aparatejos, de ruidos indescifrables.
Consume kilómetros de pensamientos que se atascan antes de llegar a buen puerto, apretados por un colesterol de frases vacías y panceta.

Vuelve a intentar. Se asoma a espiar huecos inhóspitos de su conciencia, descascarados por la humedad y reducidos al abandono. Grita de a ratos hasta que ni el eco responde y vuelve rendido sobre sus pasos, sin el menor reparo, como si patease una fábrica deshabitada.

Se queda pensativo. Medita el tema de la tercera persona y lo asocia con una impunidad ficticia, comparable a la de las peores atrocidades, cometidas por los peores hombres. Apura el paso, inquieto, como asustado por su propia sombra. Alcanza a ver su reflejo en un charco justo antes de caer. Una mueca deformada vuelve sobre sus pupilas hasta que el golpe seco del porrazo lo deja inmóvil, con los ojos perdidos a unos pocos centímetros del suelo.

Balbucea y busca entre unas cuantas personas el rostro familiar que termine por sacarlo de allí, bajo el simple consuelo de que todo fue un sueño. Pero el tiempo transucurre con las pausas justas que lo demuestran cierto. Puede intuir que el grupo se aleja y que empieza a quedarse solo. Abre la boca con esfuerzo pero al principio un sonido gutural reemplaza a las palabras.

Casi sin aliento, con la cara apoyada sobre el piso susurra una frase inescrutable. Las compuertas de sus ojos se cierran y atrapan unas cuantas lágrimas en el camino, mientras que otras más afortunadas se lanzan a la carrera sobre la mejilla y se estrellan de un salto contra el oscuro suelo.