sábado, 21 de agosto de 2010

Filosofía

El equipo abandona la clase de filosofía y ética, se aleja en silencio por los pasillos de la facultad. Porque sus pensamientos quedaron patas para arriba y entre tanta actividad mental nadie se atreve a decir algo que lo pueda hacer quedar como un tonto.
Bajo nuevas ópticas sus vidas adquieren otro significado y no pueden menos que sentirse vacíos, esclavos de una frivolidad desesperante. Encaran hacia el bar vecino saboreando por adelantado unas cervezas metafísicas y lo que promete ser la charla más fértil de su flamante nivel terciario.
Llaman a un mozo con desdén porque ahora todos sus movimientos tienen significado, y el llevar una bandeja de un lado al otro se aparece como una tarea hueca, digna de un ser más parecido al mono que al hombre pensante.
Piden cervezas especiales, que no conocen, pero que valoran por su precio. La más chica es la más cara y el que la pide la prueba satisfecho. Se propone un brindis con timidez, porque nadie se anima a arrojar la primera piedra, pero el del mini porrón sugiere: ¨A la filosofía como alimento de nuestras almas y a la ética como guía de nuestras acciones¨.
La aprobación es unánime e instantánea y es que, además de todo, los sentimientos del grupo se han ensanchado.
Una vez dicho esto, los jóvenes empiezan a conversar en tono socrático, con solemnidad, sopesando cada término antes de formularlo, evitando así el riesgo de verse paradigmáticos.
Pasados unos cuantos minutos la charla se torna acalorada y varios de los que trabajan se quitan sus corbatas y sus sacos. Los más prolijos empiezan a perder la compostura inicial, combinando su nuevo aspecto desalineado con un espíritu inconformista.
En el sector apostado contra la ventana se discuten los más elementales principios de la educación universitaria y se arrojan las primeras ideas acerca de la formación de un centro de estudiantes.
Uno sentado cerca de la ventana aprovecha lo que significa para él el momento de revelar su verdadera identidad, su pasado hippie y en un movimiento rápido se quita una campera sobria pero sofisticada para dejar ver un suéter descolorido, con varios detalles apolillados. La impronta del muchacho cambia drásticamente y cualquiera que lo viera apoyado contra la ventana podría viajar de súbito a un pasado no muy lejano.
La imagen pierde brillo y el cartel que promociona las conexiones wi fi se ve ahora borroso. Quizás por una pipa que de pronto acompaña al grupo, en las manos de uno que apalabra acerca de la ontología y el ser. El plasma arrinconado entre la puerta y una ventana se apaga en un acto de respeto hacia palabras mayores.
Pasadas las horas el escenario se transorma en un cafetín. Los jóvenes desalineados ven crecer sus barbas al ritmo de sus niveles de alcohol en la sangre. Colectivos con trompa y patentes numéricas atraviesan la bocacalle al tiempo que un camión de Manliba interrumpe diálogos de lo más fructíferos con su triturador móvil.
Los menúes en el bar vuelven a decir milanesa con fritas y fideos bolognesa, con precios que no llegan a las dos cifras ni de casualidad.
Pero claro. Al pedir la cuenta la escena se diluye. El tercer milenio reaparece, derramando su diseño por las cosas más insólitas, con una creatividad exasperante.
Camino a sus hogares zigzaguean de lo lindo, con sus mentes estiradas por el ejercicio y por la birra. Sospechan que mañana todo será un recuerdo borroso, surcado por una jaqueca monumental. Pero andan tranquilos. Porque en una semana exacta de devenires cotidianos volverán a la universidad, a un curso que ni el mismísimo flan perfecto sospechó que haría estos estragos.

jueves, 19 de agosto de 2010

Al mejor postor

El flan perfecto se especializa, gana en competitividad. Envía diariamente a sus empleados a una institución privada con el fin de convertirlos en máquinas, útiles en un sólo sentido y en el marco de una buena dirección.

No derrocha recursos. Los invierte. Genera inquietudes que no existían entre sus asalariados y promete despejar dudas en un mínimo de cuatro años. Habla de títulos, de sueldos abultados y del riesgo de terminar de taxista. Es mejor la derecha letrada, advierte.

El flan perfecto se finge neutral. Pero envía a su gente a un submundo, para que se empape de su lenguaje y para que se impregne de sus modismos. Forma gente procíclica, libre de ideales obsoletos. Conoce el impacto de un tratamiento maximizador y el de profesores empresarios.

Planea el enfoque académico de sus publicaciones. Se emociona con el formato de los papers y se inclina por las demostraciones matemáticas. Busca consistencia antes que verdades, efectividad antes que renombre. Busca confianza hacia el beneficio, mira de reojo a los accionistas y se vende al mejor postor.


domingo, 1 de agosto de 2010

Alego falta de talento

Se me pide desde la dirección un escrito por semana. Alego falta de talento y de ideas. Solicito libertad, un espacio dominado por la inspiración y no por el consumo como ansiolítico. El exceso de información es desinformación, arrojo para distraer, procurando parecer misterioso.
Se me dice que hay que competir con Facebook y con Twitter, que lo que ellos puedan pensar es anecdótico. Que las corrientes son rápidas y queda en nosotros alcanzar su vorágine, afianzarnos como parte del caos.
Se me hace trabajar por el pancho y la Coca, alejado de mis afectos, en el subsuelo de la redacción. Propongo se me permitan paseos, para fomentar la creatividad y para alimentarla. Necesito ver el verde, digo casi entre lágrimas.
El del traje, el de los billetes, no se inmuta. Permanece pensativo y adivino sus deseos de golpearme. Pero un destello de bondad asoma y promete estudiar la compra de algunas plantas, si me comprometo a regarlas con regularidad. Asiento, cabizbajo y antes de que pueda decir una palabra más el hombre se aleja, zapatea las escaleras y divide su mundo del mío con un portazo violento, cargado de sentido.
Las manos sobre el teclado titubean, tiemblan por el miedo y por el frío. Pero desprenden frases dentro de todo coherentes; prometen esfuerzo, dedicación.
Un cuerpo casi enroscado, una joroba digna de la introversión dibujan mi contorno en la penumbra. Me avalanzo sobre mi conciencia y arranco unos cuantos pensamientos para desparramarlos sobre la hoja, cansado de ver el cursor que titila, burlándose de mis silencios.
Las palabras empiezan a fluir, como un turbio torrente de dolor, alimentado por horas de trabajo subterráneo, con las ojeras de las ojeras, superpuestas en oscuros matices de muerte.
Aunque las detengo respeto el mínimo de caracteres. Sopeso la posibilidad de renunciar.
Negreros, digo sobre el cierre, con un asco que no terminaría de expresar ni en formato de novela, dispuesta en pesados capítulos virtuales. Pedirme un escrito por semana es casi tan grave como la censura, escribo y lo sello con un enter, a la espera de una brutal represalia.