Pocas veces la bandera tuvo tanto significado, al menos para el joven apolítico, para el internauta narcisista, para el pueblo totalmente descreído, arreciado por inflaciones e inseguridades.
Pocas veces el gentío y el populacho se han citado a tan tempranas horas del sábado de resacas.
La camiseta olvidada en el fondo del cajón asoma, como un lento amanecer de cuatro años, abandonados a la suerte de lo cotidiano, a merced de trajes y corbatas y ni un solo corazón.
¿Cómo pensarlo sin el miedo de perderlo todo? Como un calculador cronista que prepara las tapas alternativas de un diario.
¿Cómo imaginarlo sin la copa levantada? Sin un grito que avanza por el Atlántico, como un maremoto, hasta las puertas de este nuevo júbilo bicentenario.
Es época de abrazos, de amistades exacerbadas, de tapas de gaseosa con pelotas de fútbol. Es la época de los antitodo, para que por una vez griten algo.
Queremos sacarnos algunas cosas del cuerpo, purificarnos de la garganta hacia afuera. Desaforados, por una historia turbulenta, por los deseos de expresar algo y no saber bien qué.
No hay nada más real que un mundial. Nada. Somos nosotros. Como animales.
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