El flan perfecto todavía no existe. Pretende ser y se promociona.
Supone un auditorio ávido, un público culto, luz tenue y humo de fumadores virtuales.
Cree en la palabra y no en muchas cosas más. Adhiere a ideales pero no protesta. Usa con exagerada frecuencia el punto seguido, duda del correcto uso de los demás.
El flan perfecto es un lugar primitivo. Pretende mezclarse con otros mundos pero les teme.
Supone que no se está despersonalizando, que la pantalla es un puente a lo auténtico. Cree que un diseño predeterminado agregará valor a las diferencias y que las similitudes, cuando reales, cerrarán un trabajo que se le escapa. Adhiere a las condiciones de uso y a los derechos de propiedad, pero sólo lee los primeros tres renglones. Usa poco las comillas y los dos puntos, por puro capricho y para mostrarse prejuicioso.
El flan perfecto es un hecho. Abre sus puertas, cuelga un cartel ilegible en el zócalo más incómodo de una de ellas y procura distraer mientras escapa sombras adentro.
Un hombre de gran porte, con gestos decididos lo arranca y reproduce con firmeza aquello que parece escrito con los pies.
¨Bienvenidos a El flan perfecto¨, y los primeros pasos crujen del otro lado del umbral.